Marcos Antonio Torres
Seis de noviembre de 2010, Santiago de Compostela. El pescador en cuestión tiene ochenta y tres años, una edad con la que cualquier persona ya estaría más que jubilada, disfrutando de su tiempo libre, sin duda merecido. Sin embargo, en su semblante siempre hay dibujada una sonrisa, entre tierna y misericordiosa; sonríe como si te estuviera dando un abrazo, como si te dijera “no estás solo”. Ha entrado en la ciudad como un peregrino más, llevando en su corazón toda su historia, que es la tuya y la mía, la de todos nosotros. Atesora su mirada la sabiduría del hombre que mira al mar, que repara y cuida sus redes, siempre dispuestas a la faena incansable, y a veces poco agradecida, de echarlas sobre el gran azul sin esperar nada a cambio. Su anillo habla de eso precisamente.
En la plaza del Obradoiro puede sentir el calor de todos los que le están esperando, que son mucho más de los que siempre se dicen y se dirán, pues somos los hombres a veces un poco descuidados en la tarea de contar a las personas que hay en un lugar (dependiendo de las personas y del lugar, claro). Alza la mirada y en la catedral ve reflejada la Historia de una Europa que es árbol con raíces. Raíces que son la base y proporcionan el nutriente necesario para que ese árbol siga vivo. El pescador sabe, como tú y yo sabemos, que si cortamos esas raíces el árbol se secará y acabará muriendo. Raíces de un árbol con el que un buen carpintero sin duda haría unas apreciables obras que harían feliz a mucha gente. Un pescador y un carpintero, curiosa historia esta que no habla de reyes ni de políticos, sino de oficios mucho más mundanos y, por ello, mucho más importantes. Nuestro pescador entra en la catedral de Santiago. Allí le espera otro pescador que le precedió, hace muchísimos años, en la tarea de echar las redes. Ahora nos asalta la duda de si estamos en la catedral de Santiago o en el lago de Genesaret. Ambos hombres del mar se funden en un abrazo. Ambos hombres del mar rezan, pues rezar es hablar entre dos amigos. Y es que, para cerrar el círculo de esta curiosa historia, hemos de decir que a ambos hombres del mar les une una amistad común: la que contrajeron hace muchos, muchos años, con el hijo de un carpintero. Pues bien, resulta que el personaje principal de esta historia, que es la mía y la tuya, es el hijo de un carpintero. Y resulta además que el hijo del carpintero le dijo al pescador que contara a todo el mundo su historia, una historia llena de amor, perdón y gracia. Por eso Benedicto XVI, ese pescador de ochenta y tres años, ha venido a Santiago de Compostela. Por eso es importante y necesario que esté aquí. Por eso yo quiero que esté aquí. Me quedo con las palabras de la homilía que Benedicto XVI, mi Papa y mi pescador, pronunció en la Plaza del Obradoiro. Palabras que son hoy el eco de una historia que alimentan unas raíces que, aunque bajo tierra, nadie puede ocultar: “A nosotros, queridos hermanos, nos toca hoy seguir el ejemplo de los apóstoles, conociendo al Señor cada día más y dando un testimonio claro y valiente de su Evangelio. No hay mayor tesoro que podamos ofrecer a nuestros contemporáneos”.
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