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El muerto al hoyo y el vivo al bollo

                      Francisco Sala Aniorte
Es cronista oficial de la ciudad de torrevieja.Las Eras
Publicado en el Diario “La verdad” el 5.11.2013   

Foto de "muertecico"

Foto de “muertecico”

Ahora que ya han pasado las fiestas de Todos los Santos y el Día de los Difuntos nos disponemos a hacer efectivo el dicho de ‘el muerto al hoyo y el vivo al bollo’, y que provendrá de la costumbre de invitar a aquellos que venían de lejos a despedir al finado, terminando por acuñar un significado que va más allá. Bollo, sí, seguramente por aquel pan de difuntos que se confeccionada por Santos y Difuntos en los hornos, cuya masa se hacía con pellizcos de otros panes y se entregaba a la caridad en días tan señalados. Pero vivos, muertos, hoyos y bollos no forman un cuarteto independiente, tienen su relación y es más estrecha de la que nos parece. Todos sabemos que la vida es una aventura de la que nadie sale vivo, y el hecho de irse ‘al otro barrio’ teniendo como condición vital irremediable: morirse. Tal vez sea por ello por lo que, sabiendo de antemano el desdichado final, tratemos de dilatarla en el tiempo todo lo que sea menester y hacerla lo más llevadera posible, pues por mucho valle de lágrimas que aquí tengamos son muy pocos los que quieren irse; que de todos es sabido que ‘como la casa de uno no hay ná’. Y llegando el primer día del mes de noviembre, es tradicional que nos acordemos de todos los que se nos fueron para siempre, pero sin perder de vista el llenar el estómago.

En el libro Banquetes de amor y muerte, de María del Carmen Soler, hay un capítulo dedicado a los banquetes mortuorios con la verdad incuestionable de «todos los pueblos de la Antigüedad celebraban comidas en honor de los muertos, comidas que se fueron transformando en banquetes litúrgicos en honor de los dioses. Antes de creer en éstos creyeron en aquéllos. Antes de concebir y adorar a Indra o a Zeus, adoraron a los muertos, a los que temían como a criaturas misteriosas, posiblemente maléficas, a las que había que propiciar y calmar».
Y como ejemplo de estos ritos son las ofrendas de alimentos que desde tiempo inmemorial se llevaron a las tumbas y que, durante el pasado siglo XX en algunos entierros de marineros de barcos de otras tierras venidos a cargar sal a Torrevieja y a los que la muerte les sobrevino en este lugar. Fueron sepultados en el cementerio no católico -conocido como de los ‘chanes’-, rodeados con aquello que habían tenido en esta vida, incluida comida y bebida -una lata de mantequilla, arroz, etc- y algunas monedas para al viaje a la otra existencia en el más allá.
La comida no podía faltarle, pero ésta, en forma de banquete, era una manera de seguir vinculado al muerto, tal es la razón de los banquetes funerarios, tan extendidos en muchas civilizaciones. El banquete honra al muerto y establece un puente entre su mundo y el nuestro.
La fiesta y la comida siempre han estado presentes en los ritos mortuorios. A finales del siglo XVIII, el obispo de la diócesis de Orihuela Josef Tormo indica que en un número considerable de pueblos se había introducido la costumbre de celebrar bailes nocturnos con motivo de los niños que morían, llamados ‘mortichuelos’. Por dos y aún tres noches, y hasta que el hedor del cadáver les obligaba a avisar al cura, solían juntarse hombres y mujeres, la mayor parte mozos y doncellas en las casas de los padres de los difuntos gastándose chanzas, invectivas y bufonadas, contrarias a la modestia y consideraciones cristianas que presentaba la muerte de un hijo, y después se bailaba hasta las dos o las tres de la mañana, en que se retiraban alborotando las calles con griterías, relinchos y carcajadas.
De estos encuentros quedaron los ‘pucheros’; caldo de gallina que se repartía entre los presentes en un velatorio para reponer fuerzas, mantenerse despierto y reponer las lágrimas derramadas y&hellip Seguir haciendo ‘pucheros’, valga la repetición.
En la otoñal fiesta no hay que olvidar los productos que se solían degustar, destacando los boniatos, a ser posible los provenientes de Guardamar -blancos y especialmente dulces-, que las mujeres torrevejenses adquirían el viernes en el mercado, llevándolos a asar al horno de la panadería más cercana: una verdadera golosina.
Los huesos de santo es otro dulce que está presente en nuestra cultura que venera a santos y sus reliquias, articulándose con el fenómeno antropológico de conseguir por la ingesta las virtudes de aquel a quien se come. El cristianismo, en este sentido, es toda una referencia con la Eucaristía, en la que se come y bebe simbólicamente, el cuerpo y sangre de su líder.
El arrope y el calabazate también es tradicional tomarlo en la festividad de Todos los Santos, y a veces acompañando a las gachas de harina. Sus vendedores iban por los pueblos con una mula con alforjas anunciándolo a gritos: «¡Arrope y calabazate!»
Cuentan que el arrope fue el primer sabor dulce obtenido por el hombre, que por aquellas épocas sólo disponía de la miel para endulzar sus platos. Es el líquido resultante de cocer mosto de uva (una reducción), que se convierte en una semiconserva muy dulce, para los meses en los que no había miel. Se suele acompañar con el calabazate, que es una mezcla de membrillos, melón, boniatos, cocinados con cal y troceados.
Por Todos los Santos también aparecen las níspolas, fruto áspero con el que de niño hacíamos pipas e imaginando fumar. Y qué decir de las castañas tostadas al calor de un buen hogar, y las castañeras por nuestras calles, identificadores de la fiesta y del inicio del invierno. En España desde hace años ha irrumpido con fuerza el fenómeno de ‘Halloween’ para lo bueno y lo malo. También él tiene en los dulces y calabazas su elemento gastronómico, su vínculo con el más allá. Que aproveche.


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