Juan Antonio Pujol Fructuoso
Biólogo
(Publicado en la Revista Digital Cultural Ars Creatio, número 33, otoño 2013. ISSN: 1885-4524)
Habían transcurrido dos años y cuatro meses desde que el teniente comandante James Cook, al mando del HMS Resolution, hubiera abandonado Plymounth rumbo a los mares del sur, en lo que constituyó su segunda gran expedición marítima. El objetivo era encontrar ese enorme continente que, según los sabios de la época, debía existir en alguna parte del Pacífico para “compensar” la enorme masa de tierra que había en el hemisferio norte. Durante esta singladura ya había sido el primer europeo en cruzar el Círculo Polar Antártico, en tres ocasiones para ser exactos, alcanzado por primera vez los 71º10’ de latitud sur y circunnavegado lo que, con acierto, dedujo era la mítica “Terra Australis Incógnita”. Solo los hielos perpetuos le impidieron ser el primero en desembarcar en la Antártida.Corría el año 1774. Después de haber descubierto Nueva Caledonia, así nombrada por el tremendo parecido que le encontró con las tierras escocesas , llevaba veinte días navegando a lo largo de la costa oriental de dicha isla. El 23 de septiembre avistaron tierra sobre el horizonte.
Era una isla pequeña, en la que destacaban unas extrañas elevaciones a modo de torres; en algunas vaguadas, donde había mayor número de ellas, semejaban los mástiles de una flota de navíos. La tripulación no se ponía de acuerdo en la naturaleza exacta de aquellas misteriosas estructuras. Para Cook no podían ser otra cosa que alguna extraña especie de árboles. Sin embargo, los naturalistas de la expedición insistían en que se trataba de columnas de basalto volcánico, pues de hecho habían visto elevarse humo de alguna de ellas.
Para salir de dudas y confirmar la intuición de que se trataba de árboles, y que además podrían surtir, llegado el caso, de excelentes mástiles a los barcos, Cook enfiló proa hacia el lugar. Con el Resolution avanzando sobre las aguas turquesas del atolón, la tripulación puso fin a las conjeturas. Ante sus ojos se encontraba la surrealista y extravagante Isla de los Pinos, como la nombró Cook. Uno de los rincones más hermosos del Pacífico, con un paisaje abrumador de densos bosques de pinos rozando el cielo, destacando sobremanera sobre el dosel de vegetación tropical, en un lugar donde nadie esperaría encontrarlos.
Desde hace unos años, uno de estos árboles guarda la entrada al Puerto de Torrevieja. Conocido como Pino de Cook, en honor a su ilustre descubridor, o Pino de Nueva Caledonia, por su lugar de origen, se ha convertido en un hito paisajístico de especial relevancia en uno de los lugares más transitados de la ciudad. Situado en el paseo Vistalegre, mejorada su visión gracias a la reciente eliminación del vallado que secularmente ha marginado al Puerto, se alza impasible en la isleta de tráfico que da entrada al aparcamiento del Real Club Náutico de Torrevieja. A su lado, las centenarias piedras del muelle Mínguez y la histórica cantina de La Marina; cruzando la avenida, el Casino Cultural de Torrevieja con su marquesina neo-nazarí. A sus pies, las terrazas atestadas de turistas, las idas y venidas por el popular “paseo de los hippies”, las familias que se dirigen a la feria de atracciones, los que se embarcan en las tabarqueras para visitar Tabarca, o en las golondrinas, para recorrer el litoral torrevejense. Y a diario, el trasiego normal del puerto pesquero. De las miles de personas que transitan bajo su tronco, ¿cuántos han reparado en tan singular monumento vegetal?. Aunque fuera el mítico marino y explorador inglés James Cook quien lo descubriera, y el pastor luterano y naturalista Johann Reinhold Forster, del equipo de botánicos del Resolution, quien hiciera la primera descripción botánica y le asignara el nombre de Araucaria columnaris, tuvieron que pasar unos años más hasta que en 1851 Charles Moore, director del Jardín Botánico de Sydney, enviara algunos ejemplares a Londres. Un año después, en 1852, el también botánico Jackson Hooker confirmó la nomenclatura científica dada por Forster.
El Pino de Cook forma parte de un antiquísimo linaje. Durante el Jurásico, hace 180 millones de años, las coníferas dominaban el mundo vegetal y, entre ellas, las araucarias contaban con infinidad de especies en ambos hemisferios. Tal fuente alimenticia no fue desaprovechada, aunque para ello algunos dinosaurios tuvieran que evolucionar para alcanzar las altísimas copas de los árboles, donde ningún otro competidor podía llegar. Surgieron así los enormes saurópodos de cuellos infinitos y colas igualmente largas para equilibrar sus cuerpos. Fue un tiempo de gigantes, tanto animales como vegetales.
Pero con el Cretácico comenzó el declive. Los cambios climáticos y la irrupción de las plantas con flores verdaderas, o angiosopermas, marcaron la extinción de muchas coníferas, y entre ellas las araucarias. Del hemisferio norte desaparecieron todas, mientras que en el hemisferio sur algunas lograron sobrevivir refugiadas en ambientes cálidos y húmedos. Vestigios de aquellas araucarias amas y señoras de Gondwana, supercontinente que daría lugar a Sudamérica, África, Australia e India, son las diecinueve especies que han llegado hasta nuestros días. Se encuentran recluidas en zonas muy localizadas de los bosques preandinos de Chile y Argentina (A. araucana), algunas localidades del sureste de Brasil y noreste de Argentina (A. angustifolia), este de Australia (A. bildwilii y A.cunninghamii), Nueva Guinea (A. hunsteinii), la isla de Norfolk (A. heterophylla) y Nueva Caledonia, que acoge a trece endemismos más.
El pino de Cook del Puerto de Torrevieja, por tanto, nos brinda la oportunidad de contemplar un auténtico fósil viviente. Además de la majestuosidad de su porte y la belleza intrínseca de esa abigarrada columna vegetal siempre verde que sigue creciendo, nos trae noticias de un mundo antiguo, de una época pasada anterior a la historia de la humanidad. Sus antepasados sintieron el diente de los dinosaurios en lo alto de sus copas.
El término araucaria proviene de los indígeneas araucanos, nombre con el que los conquistadores españoles conocían al pueblo mapuche, habitantes de la zona centro-sur de Chile y que llegaron a ocupar la patagonia Argentina. Los pehuenches, integrados en el complejo grupo étnico de los mapuche, tenían en los piñones de araucaria o pehuén (Araucaria araucana) una de sus principales fuentes alimenticias, además de que el árbol constituía parte importante de su religiosidad. Sin embargo, serían las araucarias procedentes del Pacífico las que se popularizaron en los jardines europeos a partir del siglo XIX, especialmente en zonas costeras de clima templado.
En Torrevieja, la más habitual probablemente haya sido, y lo siga siendo, la denominada araucaria de pisos o simplemente araucaria (Araucaria hetererophyla o, como se denominaba anteriormente, Araucaria excelsa), especie a la que pertenece el histórico ejemplar, de más de ochenta años, que crece en el patio de las antiguas Escuelas Graduadas Joaquín Chapaprieta, en la actualidad sede de la Biblioteca Municipal. Esta especie de araucaria también fue descubierta por Cook en 1774, en concreto en la pequeña isla de Norfolk, situada en el límite entre el mar de Tasmania y el mar de Coral. Hace unos años no era raro que estas araucarias adornaran determinados patios de casas torrevejenses, aunque la mayoría de ellos daban cobijo a los siempre más útiles jinjoleros, higueras o palmeras datileras. Pocas araucarias coetáneas de la de las Escuelas Graduadas quedan hoy en día. Sucumbieron junto a los patios, las casas antiguas y toda una época, para dejar paso a los edificios modernos. Así cayó la que existía en la casa de la familia Bianqui, en la calle Caballero de Rodas, muy cerca de la Iglesia, con cuyas torres rivalizaba como hito vertical. Todavía se puede contemplar un buen ejemplar de araucaria en uno de los últimos chalets de la playa de Los Locos, escondida, ridiculizada por las enormes moles de hormigón que crecen a su alrededor.
Pero al haber sido profusamente utilizada en jardinería, hoy día se pueden encontrar araucarias en prácticamente cualquier parte: jardines privados en las urbanizaciones, rotondas de los extrarradios, parques y jardines… En la plaza de las Islas Canarias hay cuatro ejemplares, en la de La Constitución otros dos, uno en la mediana de la calle Campoamor, algunas más en la plaza de Waldo Calero e incluso el pino de Cook del Puerto de Torrevieja tiene por vecinas dos araucarias que crecen junto al edificio de Capitanía Marítima.
La frecuencia de la araucaria de pisos, incrementa aún más el valor del solitario ejemplar de pino de Cook. A Torrevieja llegó por casualidad, como de tanto en tanto han arribado a las ciudades portuarias de cualquier lugar, personajes entrañables y pintorescos que luego, con el tiempo, llegan a ser parte indisoluble del paisaje urbano. Fue durante una de las escasísimas obras que la autoridad portuaria realizó por estos pagos. Probablemente quisieron plantar una araucaria de pisos, pero al final se coló este Pino de Cook: la certeza de estar junto al mar el resto de su vida, debió envalentonar al plantón en el vivero. Actualmente es un adolescente, de unos veinte o veinticinco años, y un tamaño ya considerable. De pequeño, los trabajadores del Puerto le pusieron unos vientos para guiar su crecimiento. Quien observe su porte suavemente inclinado pensará que de nada sirvieron. Pero resulta que la ligera inclinación que presenta, no es descuido o mal hábito, sino la característica curva de su tronco, por lo demás recto, propia y exclusiva de esta especie.
Tal vez rememorando los implacables tifones de su isla natal, a los que sobrevive sin problemas, el pino de Cook torrevejense ha tenido los arrestos de situarse en la trayectoria de la más violenta tromba marina sufrida por Torrevieja, la de abril de 1958. Al tocar tierra, aquella “manguera” arrasó con buena parte de los centenarios ecualiptos que entonces crecían en el actual paseo de la Libertad, maltrató la cantina de La Marina y se llevó por los aires una caseta de la Guardia Civil. Arrogancia juvenil o seguridad en sus posibilidades de este polinesio devenido a mediterráneo. Sin embargo no deja de ser curioso. Otra peculiaridad de este ejemplar, a diferencia de otras araucarias de su misma especie, es que presenta flores masculinas y femeninas. Los conos masculinos cuelgan de las ramas inferiores y son bastante grandes , si los comparamos con otras coníferas más propias de nuestra zona, como los pinos carrascos y piñoneros. Los conos femeninos, verdes al principio, adquieren una coloración marrón-rojiza cuando se transforman en piñas , que se sitúan erguidas sobre las ramas cercanas al ápice. Al abrirse, dispersan las semillas triangulares y aladas, que se pueden ver desparramadas sobre el parterre, la acera y el asfalto.
El abigarrado aspecto que presenta en la actualidad, otorgado por las ramas cortas dispuestas horizontalmente, se irá aclarando conforme pasen los años. Como contrapartida aún crecerá más. Es cierto que este ejemplar ya no necesita ganar altura para competir por la luz en el dosel de palmeras y arbolado tropical de su ancestral Isla de los Pinos. Pero la manía de crecer hasta el cielo, y de vivir muchos, muchos años, está escrita en sus genes. Es lo que tiene ser heredero de la antigua estirpe de las araucarias. Sus antepasados, los que vio James Cook por primera vez, solían superar los 60 metros de altura. Y así de alto son sus parientes actuales que, además de en Nueva Caledonia, viven repartidos por medio mundo. Por ello, no es de extrañar que, algún día, este pino portuario le hable de tú a los edificios de Torrevieja. Claro está, si lo permiten el azar, el tiempo, los factores ambientales y, sobre todo, las arbitrariedades humanas.
Y es que, en el pasado, ya fantasearon con trasplantarlo a otro jardín. Para que estuviera en compañía de otras araucarias, dijeron. ¡Como si este orgulloso solitario necesitara algo de la isla de Norfolk!. Afortunadamente se negaron los que lo habían estado cuidando desde que llegó a Torrevieja. Por ello, no estaría mal que este pino de Cook fuera el primero en ser inscrito en el catálogo municipal de árboles singulares. ¿Razones?. Muchas y variadas. Pero probablemente la principal sea evitar tentaciones. Otro día podría llegar alguien con la ocurrencia de caracterizarlo de árbol de Navidad, con sus falsos regalitos, bolitas, guirnaldas, lucecitas… y con ellos las roturas de ramas y el riesgo de electrocución.
Y ¡no!. Este es un árbol serio. Debe seguir creciendo, el tiempo que pueda, tranquilo y sin sobresaltos. Hundiendo sus raíces en el relleno del muelle Mínguez, sustrato tan extraño como los arrecifes de coral sobre los que a veces se desarrolla en su isla de origen. Lanzando su copa al cielo, sobre el perfil de Torrevieja vista desde el mar, que realmente es como se deben contemplar las ciudades marítimas. Columna vegetal que da la bienvenida a los de tierra adentro, y los invita a transitar por el Puerto, mágico espacio de partidas y retornos.
Ya lo es, pero en el futuro esperemos que consolide su función de icono vivo, de incólume hito vegetal del milenario puerto de cabo Cervera, conocido ahora como Puerto de Torrevieja.
NOTA: “Objetivo Torrevieja”, agradece al autor y a la Asociación ars Creatio, la cesión de este interesante artículo a nuestra Gaceta Cultural, para su publicación.
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