Fernando Guardiola/Pedro Grimao
Las campanas de la torre del Templo de la Inmaculada, daban las 11 de la noche y era el único sonido que se atrevía a romper un silencio cauto, cómplice y triste, que unido a la oscuridad que invade la noche, dan un aire de recogimiento y tristeza a una abarrotada plaza de la Constitución que se apresta a recibir la salida del desfile más triste de la Semana Santa torrevejense. Las viejas puertas de la Inmaculada, emiten un “quejío” al abrirse, y dan paso a un ancestral desfile de penitentes, cuyos faroles de forja, albergan una luz ténue y monótona, que escoltan a la Cruz de la Convocatoria, que precede a la imponente imagen del Cristo Crucificado, portado por unos costaleros que esta noche reflejan un semblante más triste de lo habitual. El silencio se puede cortar con un cuchillo, ni los niños que forman parte del cortejo dan muestras de su presencia. El aire se llena de las tristes notas que la Coral “Francisco Vallejos” emite al canto de “Señor me falta la vida” y “Madre del Silencio”, a modo de salutación a Cristo y su Madre, que es portada en un trono bajo palio y candelería, acompañada por Juan, el discípulo amado. Cuando el primer cortejo penitencial lleva una hora en la calle, la Plaza del Calvario, se convierte en el punto de partida de una nueva representación de la muerte de Cristo. La imagen de la Virgen de la Piedad, una talla policromada, que representa a una madre, con un rostro desgarrado por el dolor, que sujeta a su hijo inerte, cuyo rostro sereno es la imagen del perdón. De nuevo la Coral “Francisco Vallejos”, canta un viejo tema imprescindible en la pasión torrevejense “La pasión de la Tía Tortas”, un canto triste, aunque lleno de esperanza y amor a esa madre dolorida. Mientras el cortejo comienza su periplo, por las oscuras calles de pueblo, camino de la Iglesia Parroquial, la primera comitiva se apresta a pasar por el más típico rincón del barrio salinero del “Acequión”, el callejón del Turco, esencia de la Semana Santa, donde le espera una rosa, en recuerdo del que fuera uno de los pilares de la Cofradía de Cristo Crucificado y María Santísima del Silencio, Mariano Montesinos, al que se le rinde homenaje cada Jueves Santo. En el balcón de su casa, la gaditana Mercedes Cano entona una saeta que se convierte en lágrimas para el recuerdo. Tras casi dos horas de deambular por la oscuridad de las calles, rodeadas del respetuoso silencio de un público, que este año se me antojó mucho más numeroso que en otras ocasiones, las dos comitivas, coinciden en la calle Caballero de Rodas. Allí antes de entrar definitivamente en el Templo, el hijo se despide de su madre, la Virgen de la Piedad, que aun se divisa a lo lejos y así despedir una noche donde la oscuridad, el silencio y la muerte, se han convertido en la luz de la esperanza y del perdón.
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