Conchita Moreno Alonso
Desde este apartado lugar del interior de nuestra vecina y querida provincia de Murcia. Escuchando el murmullo del viento, el sonido del agua de una cercana fuente, el trino de los pájaros. En este suave atardecer del otoño que se aproxima, vienen a mi cabeza las imágenes del tremendo verano que hemos pasado en Torrevieja.
Las cuatrocientas mil personas, de las que he formado parte, son demasiadas. Quizá ha sido un buen año para el turismo, sobre este punto no comento nada. Del calor no ha tenido culpa nadie. En el lugar donde he decidido terminar mis últimos días de verano también hace calor, pero es otra cosa. Silencio, calma, ausencia de gente y de grandes edificios. Es un tranquilo pueblo. Hay árboles, agua de manantial, piscinas, amabilidad en las gentes del hotel. Una maravilla cercana y algo ignorada.
He dejado a un lado el ordenador, el móvil, los SMS…
También he dejado por unos días las moles de cemente que bordean nuestra costa e invaden casi toda Torrevieja.
A la playa que es una de mi mayores aficiones, imposible ir. Ni de mañana ni de tarde. Imposible pasear: una toalla con otra, una sombrilla con otra y gente, mucha gente.
Sé que el calor pasará, las aguas recuperarán las transparencias de septiembre. Vendrá el otoño y después las calmas de enero. Las cuatrocientas mil personas se reducirán a cien mil, que también son muchas pero que, con el paso del tiempo casi nos hemos acostumbrado.
El cemento seguirá, porque eso ya no hay quien lo quite.
Pero yo volveré a poder bañarme y pasear por mi playa de los Náufragos y mirando al mar, en esos rojizos atardeceres de otoño, cuando el horizonte toma esos colores entre azul, violeta y rojo podré decir: “A pesar de todo, qué hermosa es mi Torrevieja”
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