Sabes bien, Tulio, que, desde hace algún tiempo, mi mundo, mi vida, tiene límites reducidos; transcurre desde la ventana de mi cubículo al pasillo de la casa. Más o menos como le ocurre a todo buen cristiano o, al menos, a los cristianos viejos. A lo más que alcanza mi universo es hasta el cuarto de la televisión. Por cierto, esto de estar confinado me ha servido para averiguar que la llamada “caja tonta” es un artilugio, no solo inteligente, sino providencial para tiempos de cólera.
Mi televisor me ofrece a la carta lo mismo una conferencia sobre la batalla de las Termópilas como una charla sobre la Generación del 27. Le puedo pedir incluso un concierto de mi ídolo de la batuta, el teutón cobarde que no supo negarse a homenajear a Hitler, como solicitarle las vísperas interpretadas por el coro de Solesmes. Mi amigo el televisor me da cuanto le pidas: escribes con un aparato, que con frecuencia confundes con el teléfono, el nombre de un escritor de tu predilección, tal cual Josep Plá, y de inmediato, por arte de magia, te suministra una entrevista o un informe sin necesidad de utilizar un “glovero”.
¡Cosa maravillosa! Tu viejo afán juvenil por tener una pared alicatada de “espasas” se ha resuelto con un lápiz mágico que escribe en una pantalla. Entre Wikipedia, Google y YouTube tienes en la mano todo cuanto un viejo avariento y menesteroso puede aspirar para saciar el insaciable apetito de saber y ¡de disfrutar!
Y, por lo demás, tienes una ventana abierta a una porción de cielos y nubes y a un parque público cuyo trazado por alto y por bajo te es tan familiar como tu huerta en la distancia. Llevas meses convertido en una especie de fisgón oteando nubes o blancos de nieve impoluta con la misma indiscreción que James Stewart se asomaba al patio de vecinos a la espera que lo visitase Grace Kelly. En fin, que, entre la ventana y ese artilugio milagroso, van pasando los días, unas veces turbios, y otros claros y transparentes.
Viene el día, recita el canario su primera melodía con puntualidad taurina, y oscurece, y, siempre que oscurece, te entran ganas releer de Al caer la tarde, un libro de un cisterciense sabio y acogedor, Agustín Altisent, que te infundió toneladas de serenidad en aquellos tiempos ajetreados. En estos otros, el hortelano recluido lleva dos días leyendo versos del amigo que ha convertido en arte la “dulce melancolía” del poeta de Moguer. A los folios que te ha pedido les has puesto el título de “Versos para violonchelo” porque te producen las mismas emociones que sientes cuando escuchas un cuarteto de Beethoven o una suite de Bach, poemas para iluminar los “recintos interiores” que nombra el poeta en uno de los poemas más evocadores del libro.
Leyendo los versos del amigo poeta me siento reconfortado, identificado con ese modo de festejar la memoria de lo vivido. Me sirven para tomar conciencia del momento presente y para sorber hasta el último aliento del tiempo que nos queda por vivir y gozar.
Desde hace una semana el mundo visto desde mi ventana se ha teñido de blanco, y no es cosa de enumerar la cantidad de acontecimientos excepcionales que están ocurriendo, que si hubieran sucedido veinte años atrás, en el cambio de milenio, hoy todos estaríamos leyendo a Nostradamus. ¡Menos mal que vivimos tiempos modernos y que muchos, antes de que los quemaran en la hoguera, libraron a nuestro favor infinitas batallas blandiendo la fuerza de la razón! Si la razón no hubiera al fin derrotado a las creencias, iríamos con los pies descalzos procesionando como los flagelantes de la película de Bergman o haciendo cola en los confesionarios, aquellas que presenció el hortelano en los días de misiones con frailes barbados esparciendo el pánico entre campesinos horrorizados. ¡A ver quién no sucumbía ante la amenaza de infortunios para toda la eternidad!
Ya sé, amigo Tulio, que la vida es mucho más que acordarse de viejas lecturas; más que pasar las horas amontonando saberes inútiles sobre las Termópilas en la caja inteligente; más que solazarse leyendo versos que te regalan momentos inolvidables; bastante más que desparramar la mirada por las praderas de nieve que Santa Filomena, adolescente y mártir, te ha regalado en tiempo, otra vez, de confinamiento. La vida es dura y salvaje, y vosotros, los jóvenes, habéis inaugurado una nueva glaciación de incertidumbres. Nos creíamos fuertes y seguros. La vida era un continuo ascenso hacia el progreso perpetuo. Pero resulta que ahora no sabemos si al final, en la cumbre, estará el abismo o una nueva cordillera. Llegó el virus y esparció una densa neblina sobre el camino de ascenso. Y en esa estamos, tratando de convencernos de que la razón y la ciencia nos salvarán. Las nieves se licuarán como se licuará también la pandemia porque la inteligencia y el talento impondrán la misma luz que nos hizo salir de la caverna. Quedará el recuerdo de haber vivido un tiempo excepcional, aunque el hortelano no podrá lucir ante sus nietos haber sobrevivido a un acontecimiento histórico por la única razón de que ellos también lo sufrieron.
Al tiempo, nadie parece consciente de los daños que nos está causando la otra pandemia: la de los políticos embusteros. Me sorprende, me escandaliza, amigo Tulio, la indiferencia con la que convivimos con la mentira pública. Me dirás que no existen verdades “ciertas”, que la verdad es patrimonio de quien la administra, que…Y te responderé que la verdad tiene una ley constitucional: la congruencia con la razón. Ayúdame, Tulio, a fundamentar los tres pilares que nos sostienen de forma honrada sobre la tierra: verdad, bondad y belleza. Esta es mi única verdad, mi canon existencial. Lo defiendo con toda la contundencia posible, a pesar de mis pocas creencias e, incluso, de mi escepticismo crónico y que aumenta con la edad.
El hortelano lleva tiempo coleccionando documentos sobre los estragos de la mentira en la vida política. Ocasiones no me faltan y, hasta la derrota electoral del sátrapa americano, me han servido para confirmar la teoría de que en el origen de todos los conflictos está la libre circulación de la mentira. Repara en las guerras más próximas y verás cómo el argumentario de todas ellas está fundado en razones falsas. Hasta tiempos no tan remotos bastaba con invocar a Dios o a la Patria para abrir los cuarteles. Hoy día, las cosas son más sofisticadas. También la mentira se secularizó y los jerarcas camuflaron sus intereses e inventaron otro tipo de religión: la defensa del pueblo. Y hasta un dogma: el de la igualdad. Con sólo invocarlo, se pueden cometer los mayores despropósitos. El pueblo y la nación han sustituido con ventaja a los viejos argumentos confesionales, pero con la misma liturgia, con idéntico instrumento: la mentira. La vida política actual se construye con la “masa madre” del embuste y el engaño. Y, además, los políticos han descubierto otro arma de destrucción masiva: los gabinetes de comunicación e imagen. Son los brujos de la madrugada. Cuando amanece, al tiempo que el hortelano contempla desde la ventana los primeros fulgores, los políticos han recibido ya “los argumentarios”. Los brujos de la madrugada amasan la doctrina de cada día. A los mercenarios, Tulio, no le pidamos coherencia ni correspondencia entre lo que dijeron ayer con lo que recomendaron la semana pasada. Ellos, los brujos de la madrugada, son expertos en dañar o destruir a los contrarios. A los brujos de la madrugada les sustituyen los brujos de la mañana, y a ellos los brujos de la tarde y de la noche, una maquinaria bien engrasada, con los ojos en los telediarios y en las redes sociales, dispuestos, siempre dispuestos, a humillar a los adversarios con un titular o con una frase ocurrente.
En los tiempos del hortelano, los políticos tenían algún recato en argumentar con materiales prefabricados. Los políticos, entonces, trabajaban en la soledad o en la compañía de los despachos. Los equipos eran limitados y se ocupaban de gestionar sólo los programas de gobierno. Hoy tienen una muchedumbre de lacayos, un ejército experto en construir una realidad acorde con sus intereses. Ahora fijan su agenda en función de los platós de la televisión o en los estudios de la radio. Y allí esparcen la malicia que amasan los brujos de la madrugada. Aquellos eran tiempos ingenuos. El sistema es tan perverso que el hortelano recogió poco antes de la pandemia la confidencia de un personaje recién llegado a la política. Se extrañaba de que la primera lección que recibió en la sede del partido que lo fichó fue cómo sortear las preguntas de los periodistas con respuestas prefabricadas. Hoy día, lo ves en los telediarios manejando con soltura los “argumentarios”.
Pero la pandemia nos ha enseñado a los más profanos a entender las leyes de la expansión de la mentira. Son más de propagación tan eficiente como el virus que tanto nos apena. Se infecta por partículas minúsculas, prácticamente irreconocibles. Cuando tomamos conciencia del daño, estamos ya fatalmente contaminados. Es así como el sátrapa americano, sin conciencia para discriminar lo cierto de lo falso, es un producto no tanto de su propia perversión como del vigor con que se trasmite la pandemia de lo incierto. La democracia no discrimina el voto honorable del voto víctima del engaño. La historia está llena de ejemplos de cómo el pueblo apoya con su voto al mentiroso y puede incluso preferirlo al del pensamiento honrado. He leído recientemente un texto muy documentado de cómo en el país del sátrapa han circulado las mentiras en la vida pública y cómo la mentira, millones de veces repetida y solemnizada, es un instrumento eficaz para llegar a la Casa Blanca. Hubo un presidente que hizo campaña bajo el juramento de decir siempre la verdad y nada más que la verdad. Cayó derrotado por Ronald Reagan. ¡Triste consuelo pensar que siempre ha sido igual! Tal vez la novedad del tiempo presente es la confirmación de que la verdad es más frágil que la mentira, y constatar que la cofradía de los embusteros está mejor pertrechada que la de los honestos. Cuando el nombre del hortelano figure en el listado Forbes como uno de los más adinerados de su gremio, haré una fundación para combatir la mentira pública y crear un verificador de falsedades.
Y mientras tanto, consolémonos pensando que, aunque la verdad esté en crisis, nos queda la bondad y la belleza para transitar en las aguas rápidas. Estaré atento a contemplar desde la ventana la rueda de las estaciones. Recordaré los versos de Machado cuando pedía “Palacio, buen amigo…” para conocer si está ya florecido el almendro de la tapia de mi huerta. Cualquier madrugada, a la hora en la que los brujos hornean en la Moncloa y en la calle Génova los argumentarios apócrifos, escucharás el primer silbo de un mirlo encelado, los dos símbolos ciertos, verdaderos, de que a todo invierno le llega su primavera.
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EL AUTOR:
José Julián Barriga Bravo (Cáceres 1943) ha desempeñado numerosos puestos de responsabilidad, en el mundo de la comunicación, a lo largo de su carrera periodística: Redactor jefe en el diario PUEBLO, Redactor jefe y subdirector de la agencia EFE, Jefe de Nacional de la revista TIEMPO, Director de la agencia COMTELSA, Director General y Vicepresidente de la Agencia de Noticias SERVIMEDIA.
Ha pertenecido en diferentes etapas a la directiva de la Asociación de la Prensa de Madrid.
Durante los años de la transición política fue el primer Director de los Servicios Informativos de la Presidencia del Gobierno, bajo el mandato de Adolfo Suarez; y posteriormente Director General de Relaciones Informativas de la Presidencia del Gobierno.
Está en posesión de la Cruz de Oro de la Orden Civil de la Solidaridad Social, por su trabajo, y su compromiso con la sociedad.
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