Me encontraba en Berlín por primera vez y mi cerebro no dejaba de rescatar de mi memoria toda aquella información que sobre esta maravillosa ciudad había acumulado, no sólo a través del estudio, sino por tantas horas de cine y televisión que sobre la capital alemana en los 80 y 90 se habían producido. Grandes desfiles de las denominadas camisas pardas, antorchas, innumerables estandartes con la cruz gamada, la quema de libros en la plaza de la Ópera, la noche de los cristales rotos, la persecución de los judíos, la mirada hacia otro lado de tantas buenas personas…
Estaba en el viaje de fin de carrera y lo primero que quería ver eran los restos del famoso muro que dividía la ciudad y el mundo en dos bloques antagonistas, ese que tantas veces salía en el telediario y en las películas de espías. Al llegar ante uno de sus muchos restos diseminados por la ciudad un comentario de una compañera de viaje me hizo caer en la cuenta de la facilidad del ser humano para dejar atrás el dolor, la tristeza y todo aquello que le recuerde su vulnerabilidad.
Una vez allí, frente al Muro, su comentario: ¡Pues no es tan grande como para que no lo pudiesen saltar! Es cierto, respondí, falta otro muro paralelo, las torres con francotiradores, los perros de seguridad, los miles de guardias, las alambradas electrificadas, los muertos, las separaciones, el drama humano…
Como decía, este viaje fue de final de carrera; tras esto me incorporé al mundo sanitario y a sus peculiaridades, tantas como España en su diversidad, ya que tenemos un sistema sanitario con diecisiete tipos de sanidad pública y otro privado, este sí, más homogéneo. En este último me encontré con intensas jornadas de trabajo, pocos descansos y una insoportable carga asistencial donde una enfermera se hace cargo cada noche de veinticuatro personas, si no más, como si en lugar de personas fueran números o, mejor dicho, euros, algo que chocaba frontalmente con mi formación y mi ética profesional de dar a todos los pacientes el trato y el tiempo que merecen. Pero tampoco busco criminalizar a este sector, quizá se espera demasiado cuando contratas un seguro privado por cuarenta euros al mes y es lícito buscar beneficio, por supuesto.
En el ámbito público, la cosa estaba mejor repartida pero tampoco llegábamos a las ratios de la tan envidiada Europa, donde hay ocho enfermeras por mil habitantes, es decir, más del doble que en la Comunidad Valenciana; también me encontré precariedad laboral, más del cincuenta por ciento de las plantillas es personal sin plaza, una completa politización de los equipos directivos y una falta de control del gasto.
Año tras año, el sistema sanitario se empobrecía por la falta de recursos e inversión, la falta de planificación y, sobre todo, por la falta de voluntad política que como siempre reacciona a los problemas en lugar de preverlos. Las carencias se suplían con imaginación y en gran medida por el compromiso de los profesionales. Y así llegamos a la famosa pandemia por COVID-19 desgastados, cansados, sin medios y sin tenernos en cuenta en la gestión de una crisis que nos hacía enfrentarnos con nuestros miedos día a día, sin poder salir corriendo, sin poder decir que no a una sociedad que contaba con nosotros y que sabe que la enfermera siempre está en su vida desde antes de nacer hasta después de morir.
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Filed under: Actualidad | Tagged: Opinión |
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