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Retrato: Otoño en La Mata

la Mata. Emcarcadero, depósito

la Mata. Emcarcadero, depósito

Encarna Hernández Torregrosaencarna

Es sabido que el tiempo otoñal es el más proclive a las reflexiones. Incluso el sol que hasta hoy servía de compañero en las horas de baño, ahora ofrece su calor como aderezo a las Fiestas de la Pedanía de Torrelamata, de forma que se pueda cumplir con el programa organizado. Un sol que es vigía de esos hombres y mujeres que caminan por las calles de lo que fue origen de una ciudad como Torrevieja. Gentes de ayer y hoy. Pueblo costero que desde sus comienzos simulaba estar amarrado a puerto. Gente dispuesta para salir a navegar.
En Torrelamata hoy son días de fiestas donde lo normal es ese encuentro con la familia. El espíritu de las familias que conformaron el original del pueblo sigue estando aquí. En las historias miniaturizadas, en la oscuridad excitante y acogedora de los álbumes de fotos donde la realidad aparece en color sepia. Así Torrelamata guarda su memoria colectiva. En un pasado que los une con la devoción a María, y su advocación a la Virgen del Rosario. Así llega el mes de octubre con una celebración de profunda tradición.

Pero aquel pequeño pueblo de casas bajas ha crecido. Como crecen los árboles, hacia lo lato, perfilando su silueta en la lejanía, extendiendo sus raíces hasta prolongarse por lomas y dunas. Brotando aquí y allá la semilla de la construcción en forma de edificios. A su alrededor las pequeñas plazas donde crecen árboles tan distinguidos como las antiguas casonas del siglo pasado. Y lo mismo que en cualquier pueblo aquí son los mayores quienes guardan en sus mentes los recuerdos de esa época, cuando La Mata (ó Torrelamata que para el caso es lo mismo) veía en las fiestas la oportunidad para compartir unos días de hermanamiento.
Buenos momentos para el descanso y la alegría. Días en los que se cambiaba el duro trabajo en el campo o en la mar, por el traje planchado y el reencuentro con los amigos. Marineros y campesinos de piel quemada y espalda encorvada. Y al fondo las salinas. Ni mar, ni tierra. Allí se recogían cosechas de cristalina sal, labrando surcos en el lago donde el sol quemaba el espíritu, mientras la sal se incrustaba en el ánimo de los salineros. Tiempos donde los niños llevaban a pastar las cabras por el campo, y las jóvenes hacían bolillos a la puerta de la casa. Pero al llegar el 7 de octubre, todo era fiesta.
De esa Torrelamata queda la suave brisa que acariciaba a los que se tumbaban a la hora de la siesta bajo una higuera. Nos queda el sol que se niega a abandonar esta tierra. Y queda esa mar que besa la arena. Y Ella. La imagen de una Madre, siempre presente en la vida de sus vecinos. Eternamente paciente. Deteniendo frente a cualquier temporal, a sus hijos, a los que espera para abrazar, tras alcanzar la última singladura.


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